ACTIVIDAD
Realiza un mapa conceptual con la teoría organización política
LECTURA COMPLEMENTARIA
LA MANO IZQUIERDA Y LA MANO DERECHA DEL ESTADO Pierre Bourdieu
P.: Uno de los últimos números de la revista que dirige está dedicado al tema del sufrimiento. Contiene varias conversaciones con personas a las que los medios no conceden la palabra: jóvenes de barrios marginales, pequeños agricultores, trabajadores sociales ... El director de un colegio conflictivo expresa, por ejemplo, su amargura personal: en lugar de ocuparse de la transmisión de conocimientos, se ha convertido, en contra de su deseo, el policía de una especie de comisaría. ¿Cree que esos testimonios individuales y anecdóticos permiten entender un malestar colectivo?
P. B.: En la investigación que emprendimos sobre el sufrimiento social entrevistamos a muchas personas que, como ese director de colegio, viven las contradicciones del mundo social, percibidas en forma de dramas personales. Podría citar asimismo a cierto director de proyecto, encargado de coordinar sus actividades en una «zona difícil» del extrarradio de una pequeña ciudad del norte de Francia. Se ha enfrentado a contradicciones que rayan el límite más extremo de las que experimentan actualmente todos los denominados «trabajadores sociales>>: asistentes sociales, educadores, magistrados de base, así como, cada vez más, profesores y maestros. Constituyen lo que llamo la mano izquierda del Estado, el conjunto de agentes de los ministerios llamados dispendiosos, que son la huella, en el seno del Estado, de las luchas sociales del pasado. Se enfrentan al Estado de la mano derecha, a los enarcas" del Ministerio de Hacienda, los bancos públicos o privados y los gabinetes ministeriales. Muchos de los movimientos sociales a los que ayudamos (y ayudaremos) expresan la rebelión de la pequeña nobleza de Estado contra la gran nobleza de Estado.
P.: ¿Cómo explica esa exasperación, esas manifestaciones de desesperación y esas rebeliones?
P. B.: Creo que la mano izquierda del Estado tiene la sensación de que la mano derecha ya no sabe o, peor aún, no quiere realmente saber lo que hace la mano izquierda. En cualquier caso, ya no quiere pagar su coste. Una de las principales razones de la desesperación de todas esas personas procede, en realidad, de que el Estado se ha retirado, o está a punto de hacerlo, de cierto número de sectores de la vida social que le correspondían y de los que se responsabilizaba: la vivienda social, la televisión y la radio públicas, la escuela pública, la sanidad pública, etcétera, comportamiento aún más sorprendente o escandaloso, por lo menos para algunos de ellos, dado que se trata de un Estado regido por un gobierno socialista del que cabría esperar, por lo menos, que garantizara el servicio público como servicio abierto y ofrecido a todos, sin distinciones ... Lo que se describe como una crisis de lo político, un antiparlamentarismo, es, en realidad, una desesperación respecto al Estado como responsable del interés público.
Que los socialistas no hayan sido tan socialistas como pretendían no desconcertaría a nadie: los tiempos son duros y el margen de maniobra escaso. Pero lo que puede sorprender es que hayan podido contribuir tanto al menoscabo de la cosa pública: en primer lugar con los hechos, mediante toda clase de medidas o políticas (me limitaré a citar los medios) tendentes a liquidar las conquistas del Estado del bienestar, pero también, y quizá sobre todo, en el discurso público, mediante el elogio de la empresa privada (como si el espíritu empresarial no tuviera otro terreno que la empresa) y el estímulo del interés privado. Todo eso resulta bastante sorprendente, sobre todo, para aquellos a quienes se manda a primera línea a fin de desempeñar las funciones llamadas «sociales>> y suplir las insuficiencias más intolerables de la lógica del mercado sin darles los medios para realizar realmente su misión. ¿Cómo no van a sentirse constantemente engañados o desautorizados?
Hubiera debido comprenderse desde hace tiempo que su rebelión va mucho más allá de los problemas salariales, por más que el salario pagado sea un índice inequívoco del valor concedido al trabajo y a los trabajadores correspondientes. El desprecio hacia una función queda patente por la remuneración más o menos ridícula que le es otorgada.
P.: ¿Cree que el margen de maniobra de los dirigentes políticos es tan reducido como dicen?
P. B.: Sin duda, es mucho menos reducido de lo que se pretende hacemos creer. Y, en cualquier caso, sigue siendo un terreno donde los gobernantes tienen mucho campo de maniobra: el de lo simbólico. La ejemplaridad del comportamiento tendría que imponerse a todo el personal del Estado, sobre todo, cuando éste se enorgullece de una tradición de entrega a los intereses de los más necesitados. Ahora bien, ¿cómo no dudar cuando se ven no sólo los ejemplos de corrupción (a veces casi oficiales, como las primas que reciben ciertos altos funcionarios) o de traición al servicio público (la palabra es, sin duda, demasiado fuerte: en realidad, pensaba en esos altos funcionarios que abandonan la Administración por la empresa privada), sino todas las formas de desviación, para fines privados, de bienes, beneficios y servicios públicos: nepotismo, favoritismo (nuestros dirigentes tienen muchos «amigos personales» ... ), clientelismo?
¡Y no me refiero a beneficios simbólicos! Es indudable que la televisión ha contribuido tanto como los sobornos a la degradación de la virtud cívica. Ha convocado y empujado a las candilejas de la escena política e intelectual a unos «¿Me viste?» preocupados, sobre todo, por hacerse ver y hacerse valer, en total contradicción con los valores de oscura entrega al interés colectivo que caracterizaban a los funcionarios o los. militantes. Es la misma preocupación egoísta de hacerse valer (muchas veces a costa de unos rivales) lo que explica que las declaraciones efectistas' se hayan convertido en una práctica tan común. Para muchos ministros parece que una medida sólo vale si puede ser anunciada y considerada realizada desde que ha sido notificada. En suma, la gran corrupción, cuyo descubrimiento escandaliza tanto porque revela el desfase entre las virtudes profesadas y las prácticas reales, sólo es la culminación de innumerables pequeñas «debilidades» cotidianas, de la búsqueda de la promoción personal, de la aceptación apresurada de los privilegios materiales o simbólicos.
P.: Frente a la situación que describe, ¿cuál es, en su opinión, la reacción del ciudadano
P. B.: Hace poco leí un artículo de un escritor alemán sobre el antiguo Egipto. Explica que, en una época de crisis de confianza en el Estado y el bien público, se veían florecer dos cosas: entre los dirigentes, la corrupción, correlativa con la decadencia del respeto hacia la cosa pública, y, entre los dominados, la religiosidad personal, asociada a la desesperación respecto a los remedios temporales. De la misma manera, actualmente se vive la sensación de que el ciudadano, al sentirse rechazado al exterior del Estado (que, en el fondo, sólo le pide las contribuciones materiales obligatorias y, sobre todo, no exige ninguna entrega, ningún entusiasmo), rechaza al Estado y lo trata como una potencia extranjera a la que utiliza en favor de sus intereses.
P.: Se ha referido antes a la amplia libertad de que gozan los gobernantes en el terreno simbólico. Éste no concierne únicamente a los comportamientos que ha puesto como ejemplo. Comprende también los discursos y los ideales movilizadores. ¿De dónde procede, en ese punto, la deficiencia actual?
P. B.: Se ha hablado mucho del silencio de los intelectuales. Lo que me sorprende es el silencio de los políticos. Carecen por completo de ideales movilizadores. Sin duda, porque la profesionalización de la política y las condiciones exigidas de quienes quieren hacer carrera en los partidos excluyen cada vez más las personalidades inspiradas. Sin duda, también porque la definición de la actividad política ha cambiado con la llegada de un personal que ha estudiado en las escuelas (de ciencias políticas) que, para dar impresión de seriedad o, simplemente, para evitar parecer gruñón o anticuado, es mejor hablar de gestión que de autogestión y lo más conveniente, en cualquier caso, es asumir las apariencias (es decir, el lenguaje) de la racionalidad económica.
Prisioneros del estricto economicismo corto de vista de la visión del mundo del FMI, que también hace (y hará) estragos en las relaciones Norte-Sur, todos esos aprendices en materia de economía omiten, evidentemente, tener en cuenta los costes reales, a corto y, sobre todo, a largo plazo, de la miseria material y moral que es la única consecuencia segura de la Real-politik económicamente legítima: delincuencia, criminalidad, alcoholismo, accidentes de tráfico, etcétera. También en este caso la mano derecha, obsesionada por el problema de los equilibrios financieros, ignora lo que hace la mano izquierda, enfrentada a las consecuencias sociales, a menudo muy costosas, de las «economías presupuestarias».
P.: ¿Es que ya no son creíbles los valores en que se fundaban los actos y las contribuciones del Estado?
P. B.: Los primeros en escarnecerlos son muchas veces quienes deberían ser sus máximos guardianes. El Congreso de Rennes 1 y la ley de amnistía' han contribuido más al descrédito de los socialistas que diez años de campaña antisocialista. Y un militante «desengañado» (en todos los sentidos de la palabra) hace más daño que diez adversarios. Así pues, diez años de poder socialista han traído como consecuencia la ruina de la fe en el Estado y la culminación del desmantelamiento del Estado providencia iniciada en los años setenta en nombre del liberalismo. Pienso especialmente en la política de la vivienda.' Tenía como objetivo manifiesto arrancar a la pequeña burguesía del hábitat colectivo (y, con ello, del «colectivismo>>) y vincularla a la propiedad privada en su chaletito individual o su piso en régimen de propiedad horizontal. En cierto sentido, esta política ha triunfado del todo. Su culminación ilustra lo que decía hace un momento sobre los costes sociales de determinadas economías. Ya que es, sin duda, la causa principal de la segregación espacial y, con ello, de los problemas de los «suburbios residenciales».
P.: Si se quiere definir un ideal, sería, por tanto, el retorno al sentido del Estado, de la cosa pública. Usted no comparte esta opinión general.
P. B.: ¿De quién es la opinión de la opinión general? De las personas que escriben en la prensa, de los intelectuales que predican «que hay que reducir el Estado a la mínima expresión» y entierran precipitadamente lo público y el interés del público por lo público ... Estamos ante un ejemplo típico de esa ilusión de consenso generalizado que, de entrada, deja fuera de discusión tesis más que discutibles. Convendría analizar el trabajo colectivo de los «nuevos intelectuales••. que ha creado un clima favorable al retraimiento del Estado y, más ampliamente, a la sumisión a los valores de la economía. Pienso en lo que se ha llamado «el retomo del individualismo>>, que tiende a destruir los fundamentos filosóficos del Estado del bienestar y, en especial, el concepto de responsabilidad colectiva (en el accidente laboral, la enfermedad o la miseria), una conquista fundamental del pensamiento social (y sociológico). El retorno al individuo es también lo que permite censurar a la «víctima>>, única responsable de su desgracia, y predicarle que se ayude a sí misma. todo ello so pretexto de la necesidad, incansablemente repetida, de disminuir las cargas empresariales.
La reacción de pánico retrospectivo que determinó la crisis del 68, revolución simbólica que zarandeó a todos los pequeños portadores de capital cultural, creó (con, a modo de esfuerzo, el hundimiento -¡inesperado!- de los regímenes de tipo soviético) las condiciones favorables para la restauración cultural al final de la cual la ideología «ciencias políticas» sustituyó a la ideología Mao. El mundo intelectual es actualmente el escenario de una lucha que tiende a producir y a imponer «nuevos intelectuales» y, por tanto, una nueva definición del intelectual y su papel político, una nueva definición de la filosofía y el filósofo, comprometido a partir de ahora en las vagas polémicas de una filosofía política carente de sutileza, de una ciencia social reducida a una politología de velada electoral y a un comentario descuidado de sondeos comerciales sin método. Platón tenía un término magnífico para designar a esas personas, el de doxósofo: este «técnico de la opinión que se cree sabio» (traduzco el triple sentido de la palabra) plantea los problemas de la política en términos idénticos a aquellos en que se los plantean los hombres de negocios, los políticos y los periodistas políticos (o sea, hablando en plata, los que pueden pagarse esos sondeos ... ).
P.: Acaba de mencionar a Platón. ¿La actitud del sociólogo se parece a la del filósofo?
P. B.: El sociólogo, al igual que el filósofo, se enfrenta al doxósofo, al cuestionar las evidencias, sobre todo, las que se presentan en forma de preguntas, tanto propias como ajenas. Es lo que desconcierta profundamente al doxósofo, que considera un prejuicio político el hecho de rechazar la sumisión, profundamente política, que implica la aceptación inconsciente de los tópicos, en la acepción de Aristóteles: conceptos o tesis con los que se argumenta, pero sobre que no se argumenta.
P;¿ No tiende a situar, en cierto sentido, al sociólogo en una posición de filósofo-rey, de único que sabe dónde están los auténticos problemas?
P. B.: Lo que defiendo fundamentalmente es la posibilidad y la necesidad del intelectual crítico, y crítico, en primer lugar, de la dóxa intelectual que segregan los doxósofos. No existe una auténtica democracia sin un auténtico contrapoder crítico. El intelectual forma parte de él en buena medida. Por eso considero que el trabajo de demolición del intelectual crítico, muerto o vivo -Marx, Nietzsche, Sartre, Foucault y unos cuantos más clasificados en bloque con la etiqueta de «pensamiento 68»-, 1 es tan peligroso como la demolición de la cosa pública y se inscribe en la misma empresa global de restauración.
Preferiría, evidentemente, que los intelectuales hubieran estado siempre a la altura de la inmensa responsabilidad histórica que les incumbe y en todo momento hubieran comprometido en sus actos no sólo su autoridad moral, sino también su competencia intelectual, a la manera, por citar un ejemplo, de Pierre Vidal-Naquet, que invierte su dominio del método histórico en una crítica de las utilizaciones abusivas de la historia.' Dicho eso, y citando a Karl Kraus, «entre dos males, me niego a elegir el menor». Aunque siento escasa indulgencia por los intelectuales «irresponsables», todavía me gustan menos aquellos responsables «intelectuales>>, polígrafos polimorfos, que hacen su puesta anual entre dos consejos de administración, tres cócteles de prensa y unas cuantas apariciones en la televisión.
P.: En tal caso, ¿qué papel desea para los intelectuales, especialmente en la construcción de Europa? P. B.: Deseo que los escritores, que los artistas, los filósofos y los científicos puedan hacerse escuchar directamente en todos los ámbitos de la vida pública donde son competentes. Creo que todo el mundo saldría ganando si la lógica de la vida intelectual, la de la argumentación y la refutación, se extendiera a la vida pública. Actualmente, es la lógica de la política, es decir, de la denuncia y la difamación, de la <<esloganización» y la falsificación del pensamiento del adversario, la que se extiende muy a menudo a la vida intelectual. Sería bueno que los <<Creadores» pudieran cumplir su· función de servicio público y, a veces, de salvación pública
Pasar a la escala europea sólo es alcanzar un grado de universalización superior, señalar una etapa en el camino del Estado universal que, incluso en las cosas intelectuales, está lejos de verse realizado. No se ganaría gran cosa, en efecto, si el eurocentrismo ocupara el lugar de los nacionalismos heridos de las viejas naciones imperiales. En el momento en que las grandes utopías del siglo XIX han soltado toda su perversión, es urgente crear las condiciones de un trabajo colectivo de reconstrucción de un universo de ideales realistas, capaces de movilizar las voluntades sin confundir las conciencias
París diciembre de 1991